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Torturas autoimpuestas

16 Mar

Arnold y Stalone con sus amigos de paseo por el Gym.

 

Yo y mis títulos. Un título que podría contener un ensayo completo sobre diferentes métodos de tortura realizados por el Ser humano para consigo mismo; una crítica dirigida a ciertos organismos gubernamentales capaces de extraerte información sobre la conformación total del sanguche* primavera que comiste tres días atrás; la experiencia de un torturador que realmente odia su trabajo pero que, paradójicamente, es muy bueno en lo que hace. ¿Podría, pues, contener alguno de estos tópicos? ¿Sería capaz, mediante las siguientes palabras de desarrollar uno de estos temas o todos? Sí, claro que sí, pero no lo voy a hacer.

La siguiente entrada, en realidad, va un poco más allá de todo lo mencionado anteriormente —pueden respirar, no voy a hablar de sanguches*—, quiero avanzar hasta un punto en el que pueda descubrir la razón por la cual hacemos ciertas cosas y todo va a rondar sobre una experiencia que me fue reveladora: el gimnasio. Sí, a simple vista no es más que una sala con un montón de felices aparatos de color blanco y/o negro, con ruedas o pesas, con cables o barras de hierro; cualquiera sea la combinación, el gimnasio esconde algo terrible, difícil de ver, pero fácil de sentir.

Veamos: El viernes pasado me decidí a averiguar por el gimnasio —precios, horarios, disponibilidad, etc etc etc—, para no hacer ejercicio innecesario opté por ir a uno que tengo a cuatro cuadras de mi casa. Era tarde cuando entré, me atendió una mujer poco amigable, de esas que probablemente te dejen en el piso con un golpe con el meñique; luego de que me dijera el precio y me explicara que las primeras cuatro semanas formarían parte de un período de adaptación muscular, me fui «contento«, esperando el lunes a las 9 a.m. para la primera clase. Me acosté temprano el Domingo por la noche y me desperté solo a las 8 a.m. del día siguiente —algo totalmente inusual en mi vida cotidiana. Me bañé, busqué el «equipo» de gimnasia y arranqué; cuatro cuadras más tarde yo estaba abriendo la puerta del edificio y saludando con un buen día a un montón de gente que no conocía.

«Empezamos tranqui» —me dijo Graciela—. «Hacé 10 min de bicicleta y después vamos a hacer unos abdominales«. Inocente yo, lo primero que se me cruzó por la cabeza a los 5 minutos de estar pedaleando como un campeón fue: «já! esto va a ser una pavada, de algo tienen que servir todos esos años de natación, artes marciales, tenis, bicicleta«; claro, nunca pensé en que habían pasado cuatro años desde la última vez que hice ejercicio, cuatro eternos años frente a una computadora escribiendo ensayos. Pasaron 40 minutos hasta que me dí cuenta del gravísimo error que había cometido, de más está decir que mi brazo izquierdo dejó de funcionar durante la tercera repetición de levantamiento de «pesas» para trabajar hombros.

Creo que llegué a casa cuando el reloj marcaba las 10:30 a.m., más o menos, hasta ahí venía todo relativamente bien. El problema fue cuando me quise lavar la cabeza en la ducha y descubrí, con absoluto dolor, que no podía levantar mis brazos más arriba que los hombros. Pese a esa leve molestia que se mantuvo a lo largo de todo el día, no tuve mayores complicaciones; el verdadero problema apareció el Martes a la mañana. Me levanté con dolor en músculos que nunca supe que tenía y en otros que uno espera que, con el uso cotidiano de abrir la heladera, cargar la mochila, rallar el pan, etc., estén mínimamente entrenados; pero no.

Así es que, ahora mismo, a escasos minutos de irme a acostar para volver a sufrir mañana es que me pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué creamos centros de tortura como los gimnasios, por qué hay que llegar al extremo de encerrarnos horas y horas en un lugar sólo para mejorar nuestro aspecto?

Y por sobre todas las cosas: ¡¿Cuándo se me va a ir el dolor?!

 

Gracias.

* La utilización de la palabra «sanguche» es solamente por comodidad del escritor del presente artículo. Alguno sinónimos de este sustantivo común son: sandwich, emparedado o torta de jamón.

 
3 comentarios

Publicado por en marzo 16, 2011 en Delirio Suburbano

 

3 Respuestas a “Torturas autoimpuestas

  1. Onetti gordo y sin talento.

    marzo 31, 2012 at 15:23

    Digamos que si las mujeres pueden hacer dieta, los hombres podemos ir al gimnasio.

    Luego de meses de evaluaciones de viabilidad y con motivo de mi trabajo sedentario y la consecuente acumulación de grasa en mi barriga, la empresa me ofreció un servicio de entrenamiento personal en un reconocido gimnasio.

    Lo volví a pensar y lo acepté gustoso y hasta fui personalmente a hacer mi reserva. Me asignaron una personal trainer llamada Susana, una escultural instructora de 26 años, modelo de ropa deportiva como pude observar en los afiches allí colgados.

    Ella me explicó que sería muy útil anotar mis experiencias en una ficha de forma de poder observar yo mismo mi progreso.

    Así lo hice y quisiera compartirlo con ustedes.

    Día 1:

    Me levanté a las 6 de la mañana como habíamos quedado. Bastante difícil levantarse de la cama para ir al gimnasio, pero todo cambió cuando llegué y vi que Susana estaba esperándome.

    Parecía una diosa griega: rubia, ojos verdes y una gran sonrisa, con unos labios carnosos y espectaculares. Me hizo un tour, me mostró los aparatos y me tomó el pulso después de 5 minutos en la bicicleta fija.

    Se alarmó de que mi pulso estuviera tan acelerado, pero yo aproveché para piropearla y se lo atribuí a ella, que estaba vestida con una mallita de lycra que se le metía en la cola…
    Disfruté bastante viéndola dar su clase de aerobics, después de terminar mi inspirador día de ejercicio. Susana me mantenía motivado para hacer mis abdominales, a pesar de que ya me dolía mucho la barriga.

    Día 2:

    Me tomé dos tazas de café, y finalmente logré salir de mi casa. Susana hizo que me recostara boca arriba, me puso a levantar una pesada barra de metal; y después se atrevió a ponerle… ¡pesas!.

    En la cinta mis piernas estaban un poco debilitadas, pero logré completar un kilómetro. Su aprobadora sonrisa y su guiño cómplice hicieron que todo valiera la pena. ¡Me sentía fantástico! Era una nueva vida…

    Día 3:

    La única forma en que pude lavarme los dientes fue poniendo el cepillo sobre el lavatorio y moviendo la cabeza a ambos lados encima de él. Creo que tengo una hernia abdominal.
    Manejar no fue nada fácil: de sólo frenar el auto me dolían hasta los pelos del culo, estacioné encima de una motito de delivery… Susana se impacientó un poquito conmigo por considerar que mis gritos de dolor molestaban a los demás socios del club.

    La verdad que su voz me resulta un poco aguda a tan tempranas horas de la mañana y cuando levanta la voz se vuelve nasal… Es muy molesta.

    Me duelen las pelotas cuando me subo a la cinta, así que Susana me cambió a la escaladora.

    ¿Me pregunto, porqué mierda alguien inventa una máquina para hacer algo que se ha vuelto obsoleto con el uso de los ascensores?

    Ella me dijo que me ayudaría a ponerme en forma y a disfrutar a pleno la vida. Otra de sus pendejadas…

    Día 4:

    Susana me estaba esperando con sus jodidos ojos verdes clavándomelos como un puñal y su burlona sonrisita al estilo Jack Nicholson en Batman.

    No pude evitar llegar media hora tarde: fue el tiempo que me llevó acordonarme las zapatillas. La reventada me puso a trabajar con las mancuernas pero, cuando se distrajo, salí corriendo a esconderme en el baño.

    Mandó a otro entrenador a buscarme y como castigo, me puso a trabajar en la máquina de remar y… se me escapó un pedo que escuchó todo el gimnasio. Nunca pasé tanta vergüenza en mi vida.

    Día 5:

    Odio a esa turra de Susana más que a cualquier otro ser humano en el mundo. Anémica de mierda, con esos labios con colágeno, platinada sin cerebro.

    Si hubiese una parte de mi cuerpo que pudiese mover la molería a patadas en el culo, la reputísima puta madre que la parió.

    Quiso que trabajara en mis tríceps. ¡YO NO TENGO TRICEPS! Y si no quiere que rompa el piso del gimnasio, que no me pase las reputísimas barras o cualquier otra cosa que pese más que un sandwich…
    La bicicleta fija me hizo desmayar y me desperté en la cama de una nutricionista, otra flaca pelotuda que me dio una cátedra de alimentación sana. La desgraciada no tiene la más puta idea de lo que es tener hambre.

    ¿Por qué no me pudo tocar alguien más tranquilo, como un maestro de costura o un estilista?

    Día 6:

    La muy hija de puta de Susana me dejó un mensaje en el contestador con su vocecita de retortillera preguntándome por qué no fui hoy.

    De solo escucharla tiré el teléfono al carajo, pero luego no tenía la fuerza suficiente ni para levantarlo, ni para levantar el control remoto de la tele, así que me banqué 11 horas seguidas viendo un solo canal de cable. Maldito National Geographic, me tuve que aguantar una de pajaritos apareándose y yo que no cojo hace 6 días.

    Día 7:

    Le pedí al chofer de la camioneta de la Iglesia que me viniera a recoger para ir a misa y agradecerle a Dios que esta semana haya terminado.
    También recé para que el año que viene la empresa me mande a algo un poco más divertido: una endodoncia, un cateterismo, un análisis de próstata…

     
  2. GIMNASIO

    octubre 3, 2014 at 23:29

    Lo peor de todo es que me sigo riendo de tus desgracias

     
    • Tinianov

      octubre 4, 2014 at 13:35

      Veo que hay cosas que no van a cambiar. Como mi aversión al gimnasio y a correr, claramente.

       

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